Del mensaje al G7 en 2018 a su apuesta en 2025: así se forjó el último César

El 9 de junio de 2018, ante los líderes de las naciones del Grupo de los Siete (G7), reunidos en Canadá, el entonces presidente n.º 45 de Estados Unidos, Donald Trump, propuso la eliminación total de aranceles y barreras al comercio. Consideró que la retirada total de trabas al libre comercio sería la solución a los problemas que se avecinaban: «Ningún arancel, ninguna barrera, así es como debería ser. Y ningún subsidio», afirmó Trump, mientras exponía las prácticas arbitrarias de comercio hacia su país. «Lo que queremos y esperamos es que otras naciones den acceso justo al mercado a las exportaciones estadounidenses», dijo Trump.
Una fotografía publicada en las redes sociales por la entonces canciller alemana, Ángela Merkel, da cuenta de la tensión existente en esas conversaciones. Allí estaba Donald Trump, sentado, relajado y desafiante, enfrentando a un grupo de políticos, todos de pie y que parecen a punto de asaltarlo. Se distingue a Shinzo Abe, entonces primer ministro de Japón, a Angela Merkel en primer plano, casi a punto de la agresión contra el norteamericano, a Emmanuel Macron también del lado de los bullies, pero en segundo plano junto a Theresa May.
Si se quiere entender lo que pasa en marzo de 2025, es necesario mirar la foto de 2018.
En 2018 la guerra comercial ya se había desatado, y el diagnóstico de EEUU. respecto de los desequilibrios en la balanza con el mundo era similar al de hoy. Trump fue simple y transparente en su propuesta de aquel entonces: una tabula rasa para todos, y que reine el libre comercio mundial. Pero predicó en el vacío. En junio de 2018, en Canadá, se elaboró en la reunión del G7 el mismo documento vacío de siempre, cuyos inequívocamente malos resultados son comprobables hoy.
En el texto, un verdadero brindis al sol, los firmantes se comprometían a implementar un «sistema comercial basado en reglas», a modernizar la OMC y a trabajar para reducir las barreras comerciales —arancelarias y no arancelarias—, así como los subsidios. Los participantes se abocaron a la posibilidad de readmitir a Rusia en el grupo. El documento intentaba lavar la cara de Putin (que para aquel momento ya había anexado Crimea y consolidado sus avances en Osetia del Sur y Abjasia), razón por la cual solicitaba al régimen que "cese su comportamiento desestabilizador" y retire su apoyo al gobierno de Siria. Los firmantes también prometían ,¡con mucha firmeza!, asegurarse de que el programa nuclear de Irán fuera «pacífico» (aunque el régimen de los ayatolás llevaba casi 40 años atentando contra Occidente y desestabilizando la región), y se comprometían a que Teherán no persiguiera la creación de un arma nuclear…
Nadie puede ser acusado de no predecir el futuro, pero sí, si alguien lo predice, es honrado reconocerlo. En 2018 Trump, intuitivamente, supo que esa farsa terminaría mal y rompió el «consenso» del G7. No le interesaban las narrativas climáticas ni el resto del bagaje iliberal que se escondía detrás de la hegemonía woke, que en aquel entonces era el dogma sagrado de la élite. No esperó hasta el final: puso fin a su participación en la cumbre, retiró su apoyo al documento de "consenso" y se fue cinco horas antes de la sesión final.
Trump se ganó la condena mundial, como siempre.
Macron, el político más detestado de Francia, que sin embargo ya lleva ocho años atornillado en el poder, lo atacó diciendo: «Seamos serios y merecedores de nuestro pueblo… La cooperación internacional no puede ser dictada por ataques de furia y comentarios simplistas». Merkel, que para aquel entonces llevaba 13 años a la cabeza de Alemania y que fue la responsable de romper económica y socialmente a su país, también alzó el dedito acusatorio hacia Trump. Justin Trudeau, otro mandatario que permaneció una década en el poder arruinando a Canadá, se sumó a las diatribas anti-Trump acusándolo de implementar aranceles injustos. Trump le contestó con un tuit: «Basado en las falsas declaraciones de Justin en su rueda de prensa y el hecho de que Canadá está imponiendo fuertes aranceles a nuestros granjeros, trabajadores y empresas, he ordenado a nuestros representantes no respaldar el comunicado, mientras revisamos los aranceles sobre los vehículos que inundan el mercado estadounidense», y agregó en otro mensaje: «El primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, actuó de forma tan mansa y moderada durante nuestras reuniones en el G7 solo para dar una rueda de prensa después de que me marché, diciendo que 'los aranceles de Estados Unidos eran una especie de insulto' y que 'él no iba a ser avasallado'. Muy deshonesto y débil. Nuestros aranceles son una respuesta a su 270 % a los lácteos».
La geopolítica del siglo XXI es un gran loop, pero veamos cómo estamos luego de aquel documento y de que las mismas élites políticas siguieran tallando en el poder mundial, a excepción de Trump, que regresó a la Casa Blanca hace apenas un par de meses.
Las principales economías están hoy embarcadas en una carrera proteccionista que no ha dejado de empobrecer al mundo. Las barreras para el comercio son siempre perjudiciales: tanto los aranceles como las leyes y subsidios, políticas de "promoción", cupos, normas burocráticas, fiscales y las regulaciones con excusas buenistas y paternalistas. Todas esconden nichos de corrupción de profundidad inusitada. Este es el mundo hoy: el libre comercio ha sido muerto y sepultado hace mucho, y los intereses para que la situación no cambie exceden los tibios intercambios diplomáticos y las cumbres inútiles.
Esta geopolítica neomercantilista y ultraproteccionista es la que implementaron, en mayor o menor medida, todos los políticos del globo: comunistas, libertarios y socialdemócratas. Ya sean de regímenes dictatoriales o de democracias liberales. No hay gobierno en la Tierra que pueda huir de este sino de empobrecimiento, porque además están las normas supranacionales que se han encargado de imponer tasas, pisos fiscales, tratamientos «preferenciales» y gravámenes universales, y además castigan a las naciones y empresas que rehúyen sus nefastos mandatos.
Los «acuerdos de libre comercio» son un oxímoron. Son tratados preferenciales entre países por cuestiones políticas afines, orquestados por y para los mandatarios, para su beneficio y permanencia en el poder. El Mercosur o la Unión Europea son remanentes de la vieja economía centralizada, aunque los vistan de seda. La inflación mundial, el desprecio absoluto a la propiedad privada, el control sobre los activos de los particulares y la amenaza de la moneda digital mundial son hoy un drama palpable. Rompieron la economía mundial. Si existiera el libre comercio, los intercambios y acuerdos serían entre privados; poco tendrían que hacer los burócratas en medio, salvo asegurar que el comercio fluya.
Este es el diagnóstico actual, mal que nos pese. Trump volvió a la presidencia para ver cómo el mundo había empeorado y cómo los desequilibrios económicos de EEUU dejaban a su país en una situación alarmante. ¿Debía seguir los fallidos y tenues pasos transitados en 2018? ¿Debía atender el clamor de los perpetuamente indignados que lo patearon en el piso en 2019? ¿Debía confiar en las buenas intenciones de las élites que firmaron el documento del 9 de junio en Canadá, cuyas promesas todos pisotearon? ¿Debía pedirles, por favor, rogar, suplicar… y obtener los mismos resultados? ¿Cuál era la alternativa?
Como en muchos otros temas, Trump decidió no someterse a los mismos obstáculos que le impidieron llevar adelante su plan en su primer mandato. Esto incluye pisar el acelerador frente a los reclamos de institucionalidad y apaciguamiento. Quienes le señalan juegan con reglas amañadas, y no está dispuesto a dejarse avasallar. Posiblemente esto escandalice al mundo que cree que seguimos en la utopía del siglo pasado. Está bien escandalizarse, porque era una linda utopía, pero se acabó.
Pero no nos encontramos en un mundo utópico, sino a las puertas de guerras mundiales. Nos encontramos de nuevo ante amenazas nucleares, batallas híbridas, choques étnicos y religiosos de alto calibre, reclamos separatistas, desequilibrios en materia de defensa, energía y demografía. Estamos de vuelta formando bloques que no son comerciales, sino militares. Los ejes de interés son otros, los imperios muestran los dientes. Se terminó la siesta. Trump, de nuevo, instintivamente, lo sabe.
La reacción de los líderes mundiales a los anuncios del pasado 2 de abril, al que el presidente n.º 47 llamó «Día de la Liberación», ha sido, como de costumbre, iracunda. Sin embargo, aun con todo, EEUU es el país con más libertad de comercio mundial. ¿Por qué entonces tanta ofensa? ¡China! Sí, China está ofendida. Asia y América Latina, regiones infectadas de socialismo, mano de obra cuasiesclava y proteccionismo, se atreven a alzar la voz. Llama la atención tanta caradurez. Maliciosamente se oculta que EE. UU. es menos proteccionista que todo el resto. Los políticos que se quejan de la pérdida del libre comercio permanecieron callados hasta ahora. Los aranceles de Trump están calibrados para reducir el impacto económico negativo de las políticas comerciales de otros países. Hubiera sido mejor: «Ningún arancel, ninguna barrera, ningún subsidio», como pidió en 2018.
Lo más gracioso es la reacción de los miembros de la Unión Europea, que se construyó en base a acuerdos preferenciales y subsidios. Para comerciar con el mercado europeo es necesario enfrentar barreras comerciales inexpugnables y regulaciones disfrazadas de estándares de producción literalmente estúpidos. La Política Agrícola Común (PAC), el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) o el futuro Mecanismo de Ajuste en Frontera de las Emisiones de Carbono (CBAM) son una afrenta al desarrollo y al crecimiento, y un proteccionismo puro y duro disimulado por dogmas ideológicos y autoritarismo. Todas barreras no arancelarias que son la norma en el marco comercial del bloque europeo.
En un reciente reportaje, el economista Daniel Lacalle se refirió al tema de la política arancelaria anunciada por Donald Trump: «En las últimas dos décadas el mundo se ha acostumbrado a una política comercial que podríamos resumir en lo siguiente: los países pueden exportar todo lo que quieran a Estados Unidos, pero a Estados Unidos se le ponen todo tipo de barreras. Esas barreras no son sólo arancelarias: también administrativas, burocráticas, fiscales, e impiden que las empresas norteamericanas exporten. La evidencia empírica es que, por ejemplo, la Unión Europea tiene un gigantesco superávit comercial con Estados Unidos en productos en donde la producción europea es mucho más cara, porque los costes laborales, los impuestos, etcétera, son mucho más altos».
Lacalle también advirtió: «Creo que se está utilizando todo, la excusa de Trump y de los aranceles, para buscar un enemigo externo y un chivo expiatorio que justifique lo que ya era un problema que se veía venir desde hacía muchos meses: la ralentización económica global y la inflación persistente. Ninguno de esos factores es nuevo. Vienen desde hace meses. Lo que pasa es que Trump ha sido el chollo para los intervencionistas. Les da la excusa para utilizarle como chivo expiatorio de un problema de deuda, bajo crecimiento y elevada inflación que ya existía hace muchos meses».
Es posible que Trump haya intuido esto en 2018; es probable que haya calibrado sus estrategias de guerra mientras estaba fuera del poder. Parece evidente que está decidido a tomar otro rumbo en 2025. Su política comercial, a la que llama «recíproca», es una política de guerra y a largo plazo. Sus contrincantes reales, sus verdaderos adversarios —a los que sí teme—, piensan así: en largos plazos, como cuadra a la política de cualquier imperio. Su guerra no está pensada para contentar a los bienpensantes del G7 que arruinaron económica, productiva, social y militarmente a sus países. Los desprecia. Los considera débiles.
Tras los anuncios de Trump se esconde algo más que la presión para que los mandatarios del mundo desfilen, besen el anillo y se sienten a negociar. Estados Unidos se encuentra sumido en una enorme crisis económica y división política: dos factores determinantes si finalmente el país enfrenta una guerra. Ese es el núcleo del problema. Trump está pensando en «reindustrializar» el cordón social, que es su base electoral, el soporte político, humano y narrativo que sostendría al imperio en el futuro, mientras procura debilitar al enemigo frente a lo que se prevé como un choque inevitable. No está pensando en las recientes caídas de las bolsas, ni en los efectos de contracción de las próximas semanas. Considera —y la historia lo avala— que cualquier terremoto económico termina beneficiando a EEUU en última instancia. Las medidas de Trump son un mensaje y una apuesta radical y peligrosa a largo plazo: ha comenzado una nueva forma de poder político.
Queda por ver cómo se desarrollan los acuerdos bilaterales en las próximas semanas. EEUU confía en su capacidad para atraer capital para invertir en Estados Unidos. Con todo, sigue siendo el país que tiene los mercados más abiertos. Si en el camino consigue, con algunas regiones y algunos aliados, el retorno a los principios de los mercados abiertos será una ventaja extra del giro político bajo la nueva versión del presidente Trump. Esto, no obstante, es impensable sin una brutal destrucción del proteccionismo imperante en el resto del mundo. Pero el objetivo principal del «Día de la Liberación» es otro: preparar al imperio para la guerra. La apuesta es a todo o nada. Y está apostando como un César.
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